viernes, 19 de noviembre de 2010

Nacimiento


—“¿Está segura que tiene dolores?” —preguntó el médico.

—“Sí”. Sólo atiné a contestarle.

De ahí me hizo la revisión de rutina y dijo:

— “Se queda, ya tiene más de seis centímetros de dilatación”.

Las horas pasaron y alrededor de las 8 de la noche ya tenía los diez centímetros necesarios para tenerte, pero no quisiste salir de manera natural, me avisaron entonces que me operarían, pero hasta el siguiente día a las 10 de la mañana. Fue una noche dura, pero valió la pena.

Al llegar el momento la cesárea no me asustaba, lo que quería es que tú llegaras bien y conocerte.

Las cosas no salieron como esperaba en muchos sentidos, uno de ellos, el más triste, es que no pude verte cuando naciste, ni siquiera te escuché llorar, sólo una leve tos alcanzó a salir de tu boca y de inmediato te sacaron de ahí. Al poco rato me dijeron que estabas bien, pero que te dejarían en observación en los cuneros.

4.2 kilos fue tu peso al nacer aquella mañana del 19 de noviembre de 1995. A mis 25 años se había hecho realidad mi sueño de algún día tener un hijo. Siempre me gustó estar cerca de mis sobrinos, ayudé a cuidar a varios de ellos, pero ahora estabas tú aquí y eras mía.

Tu abuelita y tu papi aguardaron toda la tarde y toda la noche en el hospital, hasta el siguiente día. Cuando me iban a subir a piso —tras unas horas en la sala de recuperación— vi a tu papá, y al decirle tu peso se sorprendió; había poco tiempo para contar detalles, pero él de manera tierna besó mi frente mientras me trasladaban en la camilla, y me dio una flor que cortó en un jardín cercano.

La primera en verte fue tu abuelita, a ella le pedí que me hablara sobre ti, me dijo que eras blanca, muy llenita, que te estabas lamiendo los labios porque te acababan de dar de comer. Al otro día temprano el doctor me dijo que podía levantarme, que me recomendaba darme un baño y luego ir a verte. Así lo hice.

Caminaba muy despacio rumbo a los cuneros, el suero viajaba conmigo, no iba ni a la mitad cuando me encontré a tu papi, venía muy sonriente; por su cara me di cuenta que ya te había visto y le reclamé:

“¿Por qué no me esperaste?”.

“¿Es que no sabía dónde estabas, pensé que estabas con ella?” —dijo.

“Vamos pues, ya quiero verla, ayúdame a llegar”.

Mi niña linda, no sabes la ternura y el amor que causaste en mí, destacabas en el cunero. Te movías sin cesar y al fin pude tenerte entre mis brazos, quiero decirte que aunque has cambiado en estos 15 años para mí sigues así, como la primera vez que te vi: preciosa.

En el hospital te amamanté y todavía me acuerdo de las sensaciones. Había visto a otras madres y me parecía algo sumamente normal y rutinario. Pero cuando se presenta la oportunidad de hacerlo, son esas cosas de la naturaleza que no te explicas del todo y te maravillan. Te das cuenta de que existen justo para que se dé esa conexión entre madre e hijo, una relación perfecta en ese momento.

En la distancia te confieso que estuvimos nerviosos, asustados por los contratiempos, afortunadamente todo marchó bien, saliste del hospital junto conmigo y sólo nos dieron algunas recomendaciones para tu cuidado. Después de ahí no hubo nada serio de qué preocuparse.

Ahora que eres una bella mujercita quiero reiterarte mi amor, te lo dicho muchas veces y de distintas maneras desde que eras chiquitita; te lo digo despierta, dormida, cuando estás, cuando no estás, cuando veo tus fotos y te hago cariños, cuando te extraño, en mis silencios, mis alegrías y mis enojos: Te quiero.

Muchas felicidades muñeca.

Tu mami.