miércoles, 16 de febrero de 2011

Qué susto con el gato

Hace poco, salimos Joaquín y yo un sábado por la mañana, íbamos a pagar unos recibos, entre ellos el predial. Él recordó que en la Comandancia Centro había un cajero del Ayuntamiento, y fuimos ahí.

Dentro de nuestros planes, también estaba ir a la UNI. Antes, decidimos hacer escala en un Oxxo por un café para mí, y él quiso un chocolate caliente. Estuvimos un momento estacionados en la tienda, ubicada en la calle Matamoros, cerca de la comandancia antes mencionada, tomando nuestras bebidas.

Cuando retomamos nuestro rumbo, nos llamó la atención que mientras hacíamos alto en Matamoros y bulevar Luis Encinas escuchamos maullar a un gato. Volteamos a un lado, al otro, y nada. La luz roja aún estaba en el semáforo y seguíamos escuchando el maullido. Hasta pensamos que era una broma de un motociclista que estaba a un lado volteaba y nos veía.

“Debe ser grabado”, pensábamos y reíamos. “Nos han de estar grabando, para ver si caemos en la broma”. Las risas seguían.

Dimos vuelta en el bulevar rumbo a la Universidad, y de nuevo un alto, esta vez en la esquina con la Garmendia. Volvimos a escuchar el sonido que emiten los gatos. ¡Ah caray! Ahora sí nos volteamos a ver sorprendidos.

“Ahhh, quizás vaya en esa camioneta que está junto a nosotros, porque también estaba en el otro alto”, dije yo. Y nos quedamos con esa versión.

Cuando dimos vuelta a la izquierda, ahora en la calle Rosales, y estando frente a la plaza Emiliana de Zubeldía, el maullido apareció de nuevo, más intenso, y ya no había motociclista ni camioneta ni otro carro cerca, así que nos asustamos y le pedí a Joaquín que detuviera la marcha, el lugar más cercano fue en la entrada de la Uni.

Joaquín salió del Tsuru y no vio nada al rededor.

“Asómate debajo del carro”, le pedí nerviosa.

Ambos nos miramos, temíamos lo peor: que el animal estuviera lastimado, enredado en una llanta, o en alguna situación lamentable. Yo no quería ni ver.

En efecto, ahí estaba el gato, asustado después del viaje, pero no herido. Creí que al verse libre se iría de inmediato, y no lo hizo; todo lo contrario, se volvió a esconder debajo del auto.

Cuando nos dimos cuenta que de plano no quería quedarse ahí —quizás le dio miedo convertirse en un hot dog más adelante—, lo subimos al carro y lo llevamos con nosotros. Me sentí incómoda, y él se pasaba de los asientos de atrás a los de adelante con mucha soltura, mientras yo estaba sumamente tensa (no me gustan mucho los gatos, menos los desconocidos).

Cuando llegamos a la escuela se paseó un rato por el edificio, incluso por el área editorial, pero no se alejaba mucho, estaba pendiente de todos nuestros movimientos.

Subimos y bajamos algunas cosas, nos disponíamos a irnos, y el gato nos seguía… teníamos que marcharnos, y al final no pudimos ni quisimos dejarlo ahí.

Ahora ya tiene otro hogar, aunque no con nosotros.